El caballo en la historia del arte

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El arte es toma de posesión. Aparece como un medio concedido al hombre para ligarse al mundo exterior, para atenuar la diferencia con la naturaleza que lo separa de él y el terror que ante él experimenta, dice René Huyghe en “El arte y el hombre”.
¿Qué rara fascinación habrá producido la figura del caballo para que formara parte de su arte desde la prehistoria hasta la actualidad? Seguramente, la singular belleza del animal salvaje fue lo que despertó ese profundo deseo de poseerlo como una de sus pertenencias más preciadas. Las pinturas parietales de las cavernas de Lascaux y Altamira demuestran esa importancia. En la primera de ellas se han encontrado figuras de alrededor de 364 caballos.
El arte primitivo obedece a un destino ritual y mágico. El ancestro hace la primera marca en el animal, con la intención de tornarlo su propiedad
-lo yerra-, luego lo dejará plasmado en la pared de la caverna con intención mágica propiciatoria. El pintor parietal fija el parecido de su modelo, que nunca es un animal determinado, sino que es el arquetipo de la especie que los contiene a todos: un caballo es todos los caballos. Se mueve en un terreno donde las formas mentales triunfan sobre las fuerzas vivientes.
El arte Dogon del Sudán, con el Caballero del santuario totémico de Orosongo irrumpe en una de las primeras figuras ecuestres, continuando el arquetipo que acompañará el arte de todos los tiempos.
Son caballos los que acompañan la caza de toros en Medinet-Habu, un bajorrelieve época de Ramsés III, dinastía XX, y también al rey asirio Assurbanipal cazando onagros, como lo muestra un detalle en el bajorrelieve del palacio de Nínive, del siglo VII a. C.
En Grecia, el frontón oriental del templo de Zeus en Olimpia exhibe los preparativos de la carrera entre Pelops y Enomao, en mármol esculpido. Delfos homenajea a los caballos en un detalle del friso tesoro de Sifnos, un vaciado de alrededor de 5 50-525 a. C. Efebos y caballeros ciñen riendas en el friso occidental del Partenón.
Etruria dejó huellas de caballos en la tumba “del Barón” en Tarquinia, descubierta por el barón Kestner, y la civilización que le continuó los honraría con Belerofonte abrevando a Pegaso, en un relieve del palacio Spada en Roma. Más tardío, el arte del mosaico recuerda La Batalla de Darío y Alejandro en Issos, encargada por uno de los mismos generales de Alejandro.
Roma hizo gala de una estatuaria ecuestre que inmortalizaría la dinastía de emperadores, como la de Marco Aurelio (12 1-180 d. C.) en el bronce dorado de la plaza del Capitolio en Roma.
Civilizaciones como los persas darían cuenta del arte sasánida, en cabezas de caballo de plata dorada, hoy atesoradas en el Louvre.
En China, un humilde pastor en la dinastía T’ang se haría célebre en las pinturas sobre seda: el Corcel blanco, de Han Kan, data del año 750. Proveniente de una familia pobre, fue descubierto por Wang Wei, destacado poeta que impulsó el aprendizaje de las artes. Han se convirtió en pintor de la corte y es recordado por haber logrado capturar no sólo su fortaleza física, sino también su espíritu.
Una temprana Edad Media nos entrega en El tapiz de Bayeux, lienzo bordado con lana de colores de 1066, el recuerdo de la victoriosa campaña de Guillermo el Conquistador. Se le atribuye la hechura a su esposa, pero en realidad fue diseñado por las monjas del convento. El tejido, de 73 metros, relata los detalles de tropa, armaduras, vehículos, buques, banquetes, celebraciones y no deja afuera, por supuesto, a los fieles caballos.
Curioso es Agosto, de Herman, Jean y Paul de Limburgo, donde se retrata Chateau d’Estampes, enorme castillo del siglo XII que todavía permanece incólume en el medio de la campiña; por única vez se verán a cortesanos de a caballo y campesinos de a pie juntos en una misma escena.
El gótico en Italia ofrece la estatua ecuestre del gobernador de Verona Cangrande della Scala, amigo del Dante, muerto en 1329.
Pero es en el Quattrocento cuando surge Donato di Niccok, di Betto Bardi (Donatello), insigne figura de la escultura. Su obra ofrenda al caballo en la ecuestre del general Gattamelata, en Padua.
Un tal Paolo Di Donno, llamado Uccello, recibió su primer encargo monumental en 1436: pintar al fresco el retrato del caudillo inglés John Hawkwood. Se le encargó el fresco del condottiero a caballo, más conocido como Giovanni Acuto, donde pudo poner de manifiesto sus conocimientos de perspectiva, introduciendo en la obra una técnica novedosa, antecesora del surrealismo, el escorzo. San Jorge y el Dragón fue pintado entre 1439 y 1440, con la técnica de oro de la época, el temple sobre madera; en una superficie de 52 x 90 cm se muestran las andanzas de este santo “casi inventado” por la fe cristiana, ávida de contar historias heroicas. La leyenda de San Jorge, originaria de la provincia de Libia, cuenta de un pueblo azotado por la ira de un dragón que moraba en un lago. Para aplacar su fiereza se le ofrendaban ovejas, pero cuando éstas se acabaron, empezaron a suministrarle víctimas humanas, que eran sorteadas entre la población. Cuando apenas quedaban almas propiciatorias, le tocó a la única hija del rey que, apenado por no poder hacer nada, la vistió lujosamente y la entregó. De camino al sacrificio se encontró a San Jorge, quien le propuso ayudarlo capturando al dragón para liberarla, ya que Dios lo había llevado con esa misión.
Al genio de Leonardo Da Vinci se le atribuye el bronce Caballo y Caballero, hacia 1506, que hoy descansa en el museo de Budapest.
Un pintor más piadoso, Jacopo Comin, conocido como el Tintoretto, pintó caballos en La adoración de los reyes; Ticiano Vecellio haría lo suyo en el retrato del emperador Carlos V, en Mühlberg.
A Sandro Botticelli le toca la tarea de pintar un caballo blanco en las tres escenas de la Historia de Nastagio degli Onesti. Pero ni a la parafernalia del retablo de El Jardín de las Delicias, de Hieronimus Bosch, se pudo sustraer: algunos caballos se ven en pleno delirio de tentaciones y castigos.
Más expresivo será el caballo raquítico, de Triunfo de la Muerte, de Pieter Brueghel el Viejo.
Cástor y Pólux, hijos de Zeus, raptan a las dos hijas de Leucipo. Otros dos hermanos -hijos de Ara feo- Idas y Linceo, enamorados de las dos jóvenes, braman furiosos y acuden a su rescate, según relata Teocrito en Los Dioscuros.
Se ha dicho más de una vez que Rubens pintaba con sangre y es en El rapto de las hijas de Leucipo donde evidencia su adoración por la excitación: escenas dramáticas nos cuentan de dos hermanos que secuestran a las doncellas desde sus caballos, donde pasión es traducida en pura voluptuosidad.
Menos pasional es Velázquez, con el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos, hijo de Felipe IV, en la escuela de equitación o el mismísimo retrato del Conde Duque de Olivares. Mientras que un silencioso aire de derrota trasunta hasta en los exhaustos caballos de La rendición de Breda.
Fiel representante del tenebrismo, Van Dyck otorga rabioso naturalismo al retrato ecuestre de Don Francisco de Moncada, marqués de Aytona, donde hay excelente tratamiento de la luz que hace que el caballo adquiera gran voluminosidad y elegancia. Mientras, el retrato de Carlos 1 es un cuadro idealizado, que refleja cómo quiere ser recordado el rey: elegante, con autoridad y culto, mecena de las artes y defensor del derecho divino de los reyes. Acaba de apearse del caballo durante una partida de caza.
Gian Lorenzo Bernini hará estallar su furia expresiva manierista en la estatua ecuestre de Luis XIV, una obra que no agradó al rey y fue trasladada al extremo de un estanque, rebautizada con el nombre de Marcus Curtius.
Nada mejor que el ideal romántico para pintar caballos: Jacques Louis David, muestra a Bonaparte atravesando los Alpes en el Gran San Bernardo, donde refrena al caballo y éste, encabritado, lo sostiene con gallardía.
Théodore Géricault creó El Derby de Epsom a partir de la obra de un ignoto pintor británico, recreando una falsa atmósfera húmeda y grisácea, típica de Gran Bretafia, donde Géricault nunca estuvo. La carrera es una excusa que el pintor utiliza para volver al tema que más le apasiona: los caballos. Pero pese a los estudios que realizó sobre los movimientos del animal, comete una “gaffe” al reproducir su galope que no es correcto, puesto que no saltan con las cuatro patas a la vez, sino que avanzan en paralelo las dos del lado derecho, mientras que las dos contrarias quedan atrás.
Un intrépido Eugéne Delacroix retrata en su periplo marroquí infinidad de escenas, como “Árabe a caballo atacando a una pantera”, un dibujo apenas esbozado donde captura una instantánea del movimiento del felino atacando los flancos del caballo. También aparecen caballos en “La muerte de Sardan’ ápalo” y otro en “Las matanzas de Scio”.
El impresionismo deja en la obra de Edgar Degas, en las carreras, ante las tribunas, el tema recurrente. En la segunda mitad del siglo XIX los hipódromos se habían convertido en el lugar de vida social a la moda, y los burgueses parisienses compartían la pasión de ocio de origen británico y aristocrático.
Por un instante, Henri de Tolouse Lautrec dejará su ligera vida de cabarets para mostrar en “Au Cirque Fernand: l’ecuyere” la vida del Circo Fernando con particular visión fragmentaria de la pista circular del circo en la que aparecen la écuyere y el domador Monsieur Loyal.
Por 1911 la bohemia de Múnich exudaba cerveza y escupía escritos como los de Else Lasker-Schiller: “Se puede cavilar tan sin esfuerzo y recostarse cómodamente en unos recuerdos bien nutridos. Aquí, ser uno mismo es una buena sensación”. En esa atmósfera nace Der Blaue Reiter (“El Jinete Azul”), el grupo de artistas expresionistas, fundado por Wassily Kandinsky y Franz Marc. El mismo Marc pinta su serie de Caballos azules. El caballo era atributo de santos populares como San Martín y San Jorge que, como jinetes celestiales, vencían el mal y el materialismo. Marc y Kandinsky procuraron emularios desde el arte. También un raro Georges Braque muestra su Cabeza de caballo en obra posterior al cubismo.
El trabajo sobre los caballos continúa en muchos artistas contemporáneos, pero de los modernos es sin duda Pablo Picasso quien lo lleva al paroxismo. Las series de la minotauromaquia y sus esbozos primero, luego obra cumbre, el “Guernica”, los muestra desmembrados, rotos, patéticos, víctimas de lanzas de picadores o de bombas arrojadas desde el aire. Detenidos en un relincho que es también grito humano ante la tragedia. El observador, perplejo. Como el visitante que recibiese por respuesta a la pregunta “usted hizo esto?”: “No, ustedes lo han hecho”.

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